El concepto de inteligencia emocional está cada vez más extendido. Ha aumentado el número de padres y profesores que ponen todo su empeño en aprender a desarrollarlo entre los más pequeños.
Igual que es necesario tener en cuenta y satisfacer las necesidades fisiológicas, también es imprescindible dar salida a las necesidades afectivas. Hay que educar en valores. Recordemos que los niños de hoy serán los adultos de mañana.
Educar con inteligencia emocional
Antes de nada debemos tener clara la idea de inteligencia emocional. Hablar de ella sin mencionar a Daniel Goleman sería algo realmente imposible. Él mismo, pionero en esta acepción, la define como “la capacidad de reconocer nuestros propios sentimientos y los de los demás, de motivarnos y de manejar adecuadamente las relaciones”.
En cada comportamiento podemos diferenciar tres elementos: emociones, pensamientos y acciones. Todo lo que vivimos tiene una base emocional que influye en nuestras conductas. Nuestras emociones nos afectan y nos influyen a partes iguales. Es por ello que debemos ser capaces de nombrarlas, identificarlas, comprenderlas y controlarlas. Que seamos nosotros quien controlemos nuestras emociones y no al contrario.
¿Cuántas veces nos hemos encontrado ante niños con un control emocional nulo? Por ejemplo tendemos a normalizar que un niño se pille una rabieta porque se le ha quitado su tablet. Niños irascibles e irritables que no aceptan un no como respuesta. Niños que en un futuro tienen muchas posibilidades de convertirse en “niños tiranos” y que crecen de manera agresiva y hostil.
Para qué sirve la inteligencia emocional
Una de las principales funciones de la inteligencia emocional se relaciona con la empatía. Si todos nos pusiésemos de vez en cuando en el lugar de los demás, la vida sería más bonita.
Al fin y al cabo somos seres sociales porque vivimos en un entorno rodeado de otras personas. Queramos o no, tenemos que relacionarnos con los demás. Y qué mejor que hacerlo de manera eficiente para desarrollar unas relaciones competentes. Para conseguirlo debemos tomar el control de nuestro mundo interior.
Como dice el reputado neuropsicólogo Álvaro Bilbao: “Si crece como una persona inteligente, con un buen trabajo, una casa, una pareja, pero no tiene autoestima, todo lo demás no importa, porque no va a ser capaz de disfrutarlo”.
La práctica de la inteligencia emocional
¿Cómo va a saber un niño identificar y reconocer sus emociones si yo mismo no sé cómo me siento ahora mismo?- puedes pensar.
Carl Jung, reputado psicólogo suizo, afirmaba que “nada tiene una influencia psicológica más poderosa sobre el entorno y especialmente sobre los hijos que la vida no vivida de los padres”. Es importante que los adultos aprendamos a actuar para poder transmitirles valores a nuestros hijos.
¿Quién no ha escuchado eso de “yo a mi hijo le doy un cachete y así aprende”? Mal. Error. El castigo físico no suele resultar efectivo. Ante una conducta inapropiada lo realmente eficaz es buscar la reflexión de manera objetiva y constructiva. Deben comprender el porqué de sus acciones y emociones y cómo repercuten sus actos tanto en sí mismos como en los demás. Por supuesto deben ser capaces de elegir entre un abanico de posibilidades de acción cual es la más correcta.
Recordemos que los adultos somos (o debemos ser) un ejemplo de actuación para ellos. Un espejo donde deben verse reflejados. Si nosotros mismos no contamos con unas bases sólidas, difícilmente nos podemos asegurar de que ellos las tengan.
Aprender inteligencia emocional a través del juego
Benjamín Franklin (político estadounidense) dijo en una de sus más célebres frases: “Dime y lo olvido, enséñame y lo recuerdo, involúcrame y lo aprendo”.
Para conseguir potenciar la inteligencia emocional de los niños es vital hacerlo a través del juego. Es recomendable incitar a la exploración emocional prácticamente desde el nacimiento.
En torno a los dos años se debe comenzar con el reconocimiento de las emociones primarias (alegría, tristeza, miedo, enfado,…). ¿Cómo? A través de fotografías, dibujos,… Se puede utilizar un espejo que ayude a identificar y reconocer las emociones tanto propias como ajenas.
Conforme se van haciendo mayores deberían ir siendo capaces de ponerles nombres a las emociones: “estoy contento porque me he comido un helado”, “estoy enfadado porque quería ir a jugar al parque y no he ido”.
Hay que ir graduando la complejidad en el juego por ejemplo a través de historias en las que imaginen personajes que atraviesan diferentes estados o planteando preguntas empáticas: “¿Cómo te sentirías si ves a mamá llorando?”, “¿Crees que papá está contento?”.
¿Y ante una rabieta? Enseñarles siempre que antes de pegar, gritar o mostrar cualquier conducta violenta, deben expresar en voz alta lo qué les ocurre y por qué se sienten así. Hay que buscar y fomentar la expresión emocional y la búsqueda del diálogo desde pequeños.
Cuando van cumpliendo años se les debe enseñar a identificar y reconocer las emociones secundarias (vergüenza, sorpresa,…) y darles confianza para que se puedan expresar de manera libre.
La inteligencia emocional no solo se aprende sino que se puede potenciar. Para los más ávidos de información relacionada con este tema aconsejo profundizar en los libros “Inteligencia emocional” (1995), “Inteligencia social” (2006) y “El cerebro y la Inteligencia Emocional” (2012) de Daniel Goleman.
Y para ir practicando recomiendo comenzar con “El monstruo de colores”. De manera personal yo misma he obtenido unos resultados óptimos y una gran acogida de los más peques.